Me despierto. Prendo el fósforo y enciendo esa máquina oxidada para calentarme. Me acomodo el gorro cenizo. Es hora de empezar el día, me siento en la silla de alma emplumada y acerco el vidrio largo. Tengo que observar, saco el lápiz y anoto la fecha. Día x, mes x, año x. Comienzo a escribir:
El único globo que flota sin helio, creado en la fábrica de mi patrona, está habitado por millones de sujetos, denominados personas, que día a día se visten del verbo hacer.
¿Cuántas se levantan? Una, dos, tres…, ciento cuatro mil. Apagan el despertador con un bostezo. Alba desayuna aurora. Adriancito, ese tan consentido, mastica su cereal de dibujos animados. Dago grita bajo la lluvia sintética. Azucena camina rumbo al trabajo que usa de disfraz para evitar las relaciones eternas. Las máquinas se empiezan a calentar, a inyectar de sangre negra para recorrer las miles de venas y arterias de asfalto.
¿Cuántas duermen? Anoto la cifra. Sueñan con mantos estrellados y campanas, con el monstruo del closet o la hermana muda. ¿Cuántas sueñan con el mar y el barco inglés volador? Pocas. Denis con el viento (con ser aire que flota por la tierra y roza las caras de esperanza cada madrugada), Valente con el vacío (ese hoyo negro que los traga y los desaparece). Carlos sueña con su amante la señora Guitarra, mientras que Feliciano descansa en su almohada de partituras.
Hans mira las montañas y los pastizales llenos de nubes andantes. Inka bebe el aire fresco de la mañana. Leah invita a sus piernas a circular en el azul después de haber estado atrapada en un coma. En el campo, al este, Margarita recolecta la cosecha. Siembra semillas. De girasol. De amapolas. De deseos.
En otro destino. Gretta derrama cristales porque la persona amada zarpó en un bote ajeno. María ama. Luisa entrega su cuerpo. Otras, en cambio, regalan el alma verdosa en lugar de su vientre experto.
¿Viejitos en los parques? cientos. Sentados en las bancas consejeras, con alpiste en lugar de monedas en sus bolsillos. Miguel recuerda el día de su primer hilo plateado. Frank el día en que estrenó su pañuelo blanco.
Muchos bailan. Anoto sus nombres: Ewan, Judith, Gracia, Felicity, Jack, Gisela, Edward, y miles más. Termino. Muchos bailan. En el teatro tercermundista. En Brodway al lado de los felinos ingleses. En la fiesta del tío Luis que se casó demasiado viejo y con la ex mujer de su hijo. En los quince años de la cubanita que, según reglas sociales, se convirtió en mujercita. En algún lugar escondido de la selva, en donde Makiri celebra con su tribu un ritual de nacimiento: muerte y vida.
En los países que son perfectas maquetas, todos caminan. Unos entre la multitud multicultural. Otros debajo de la tierra, subidos en la oruga metálica. Oliver contesta llamadas en su oficina aérea. ¡Cielos! necesito mi calculadora, sumo, registro, continúo. Gente y más gente. En sus casas. Pisos. Departamentos. La familia Withman ve la televisión, programas cargados de estereotipos tejidos de dinero. Doña Mercedes ve la telenovela número treinta, en dónde la joven pobre y humilde enamora a su príncipe azul (que no es ni feo ni fuerte ni formal). Más ven películas. Armando ve Casablanca. Linda canta con su hija Dorothy mientras observan al gran Oz.
En menor cantidad, unos cuantos leen. Revistas de distracción ciudadana disfrazadas de entretenimiento. Literatura clásica. Raymundo ríe con Sancho Panza. David se enamora de Jane Austen. Marian sufre por la querida Stella de Dickens.
¿Cuántos ríen? Diez. Kirsten contagia su risa. Enrico la usa para curar a sus pacientes, mientras que Marcela enseña a sus alumnos a soltar la primera.
¡Que pesado! Apenas es cuarto de luna y ya estoy cansado, agobiado. Tomaré un pequeño descanso, no puedo creer que falten aún tres semanas para entregar mi novela. Es horrible no entender para que vive uno, ¿saben? no tengo idea de por qué mi patrona necesita estos registros diarios, siempre lo mismo. Guerras o fiestas. Vida o muerte. Risa o llanto. ¡Ya basta!
Me da un ataque. De nervios. De risa. De lágrimas. Y entonces empiezo a llorar como un desesperado dentro de una alcantarilla.
Kotty cierra los ojos y pide a Buda salir de esta. Antontieta, con terremoto en las manos, saca las perlas doradas de la iglesia. Doña Chole utiliza sus hierbas y prende el incienso, ¡Virgen del Cobre! La familia bostoniana, no recuerdo su nombre, corre a la sinagoga de la esquina. Roi baja del transporte y utiliza sus piernas de ciclista. La tía abuela de Lucy se encierra en su capilla y se hinca ante Lupita. Vander toma el inalámbrico y llama a emergencias, “su llamada está siendo atendida, un momento por favor”, y cuelga; corre a su cuarto y saca su ropa, después sube al auto y huye contra corriente.
Desesperación, gritos, histeria. Suplica. Siempre lo mismo. Millones de años y no comprenden. La mayoría reza y pide. Otros corren como hormigas en un lavabo.
¿Catástrofe natural? Yo sólo lloro de aburrimiento.
El único globo que flota sin helio, creado en la fábrica de mi patrona, está habitado por millones de sujetos, denominados personas, que día a día se visten del verbo hacer.
¿Cuántas se levantan? Una, dos, tres…, ciento cuatro mil. Apagan el despertador con un bostezo. Alba desayuna aurora. Adriancito, ese tan consentido, mastica su cereal de dibujos animados. Dago grita bajo la lluvia sintética. Azucena camina rumbo al trabajo que usa de disfraz para evitar las relaciones eternas. Las máquinas se empiezan a calentar, a inyectar de sangre negra para recorrer las miles de venas y arterias de asfalto.
¿Cuántas duermen? Anoto la cifra. Sueñan con mantos estrellados y campanas, con el monstruo del closet o la hermana muda. ¿Cuántas sueñan con el mar y el barco inglés volador? Pocas. Denis con el viento (con ser aire que flota por la tierra y roza las caras de esperanza cada madrugada), Valente con el vacío (ese hoyo negro que los traga y los desaparece). Carlos sueña con su amante la señora Guitarra, mientras que Feliciano descansa en su almohada de partituras.
Hans mira las montañas y los pastizales llenos de nubes andantes. Inka bebe el aire fresco de la mañana. Leah invita a sus piernas a circular en el azul después de haber estado atrapada en un coma. En el campo, al este, Margarita recolecta la cosecha. Siembra semillas. De girasol. De amapolas. De deseos.
En otro destino. Gretta derrama cristales porque la persona amada zarpó en un bote ajeno. María ama. Luisa entrega su cuerpo. Otras, en cambio, regalan el alma verdosa en lugar de su vientre experto.
¿Viejitos en los parques? cientos. Sentados en las bancas consejeras, con alpiste en lugar de monedas en sus bolsillos. Miguel recuerda el día de su primer hilo plateado. Frank el día en que estrenó su pañuelo blanco.
Muchos bailan. Anoto sus nombres: Ewan, Judith, Gracia, Felicity, Jack, Gisela, Edward, y miles más. Termino. Muchos bailan. En el teatro tercermundista. En Brodway al lado de los felinos ingleses. En la fiesta del tío Luis que se casó demasiado viejo y con la ex mujer de su hijo. En los quince años de la cubanita que, según reglas sociales, se convirtió en mujercita. En algún lugar escondido de la selva, en donde Makiri celebra con su tribu un ritual de nacimiento: muerte y vida.
En los países que son perfectas maquetas, todos caminan. Unos entre la multitud multicultural. Otros debajo de la tierra, subidos en la oruga metálica. Oliver contesta llamadas en su oficina aérea. ¡Cielos! necesito mi calculadora, sumo, registro, continúo. Gente y más gente. En sus casas. Pisos. Departamentos. La familia Withman ve la televisión, programas cargados de estereotipos tejidos de dinero. Doña Mercedes ve la telenovela número treinta, en dónde la joven pobre y humilde enamora a su príncipe azul (que no es ni feo ni fuerte ni formal). Más ven películas. Armando ve Casablanca. Linda canta con su hija Dorothy mientras observan al gran Oz.
En menor cantidad, unos cuantos leen. Revistas de distracción ciudadana disfrazadas de entretenimiento. Literatura clásica. Raymundo ríe con Sancho Panza. David se enamora de Jane Austen. Marian sufre por la querida Stella de Dickens.
¿Cuántos ríen? Diez. Kirsten contagia su risa. Enrico la usa para curar a sus pacientes, mientras que Marcela enseña a sus alumnos a soltar la primera.
¡Que pesado! Apenas es cuarto de luna y ya estoy cansado, agobiado. Tomaré un pequeño descanso, no puedo creer que falten aún tres semanas para entregar mi novela. Es horrible no entender para que vive uno, ¿saben? no tengo idea de por qué mi patrona necesita estos registros diarios, siempre lo mismo. Guerras o fiestas. Vida o muerte. Risa o llanto. ¡Ya basta!
Me da un ataque. De nervios. De risa. De lágrimas. Y entonces empiezo a llorar como un desesperado dentro de una alcantarilla.
Kotty cierra los ojos y pide a Buda salir de esta. Antontieta, con terremoto en las manos, saca las perlas doradas de la iglesia. Doña Chole utiliza sus hierbas y prende el incienso, ¡Virgen del Cobre! La familia bostoniana, no recuerdo su nombre, corre a la sinagoga de la esquina. Roi baja del transporte y utiliza sus piernas de ciclista. La tía abuela de Lucy se encierra en su capilla y se hinca ante Lupita. Vander toma el inalámbrico y llama a emergencias, “su llamada está siendo atendida, un momento por favor”, y cuelga; corre a su cuarto y saca su ropa, después sube al auto y huye contra corriente.
Desesperación, gritos, histeria. Suplica. Siempre lo mismo. Millones de años y no comprenden. La mayoría reza y pide. Otros corren como hormigas en un lavabo.
¿Catástrofe natural? Yo sólo lloro de aburrimiento.
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