viernes, 30 de septiembre de 2011

"EllaLlora"


“Esa mujer esconde algo”, afirma el vecino Don Pascual, “seis días a la semana, a las diez de la noche, regresa a casa llena de lágrimas. Lo sé porque la veo, porque la ha visto desde hace una semana que se mudó, y regresa con el clínex mojado”
En un pequeño poblado, al norte del norte, llamado Mientou vive Bela con otros doscientos treinta habitantes. Desde su llegada, los tacones andantes de Bela sobre el empedrado de hierba son vigilados seis noches a la semana.
Ojos grandes, gigantes, nunca han visto unos así: color azabache con un toque de musgo. Reflejo de la enormidad del mar, del lugar más profundo. Con una mirada cualquiera se ahoga en sus aguas, el barco se pierde en una inmensidad de olas hechas de los sentimientos más extraños. Esta es la descripción oficial de todos los que conocen la mirada de Bela.
Se preguntarán qué es lo que Bela hace para que todos la tengan en la mira, además de ser nueva en el pueblo, existe una cierta felicidad que contagia a los demás, un aroma a juventud con gajos de niñez, una vida floreada con recuerdos boleados y brillantes que se asoma en los ojos. Pero, debido a cierta morbosidad del ser humano, lo que más atrae de Bela a los habitantes es lo curioso, lo extraordinario, lo que causa chismes y pláticas nocturnas en los balcones: las lágrimas a la misma hora, de martes a domingo. Nadie tiene la suficiente confianza aún para acercarse a ella y preguntarle por qué llora, las hipótesis del pueblo son como los hilos para una costurera.
Cada mañana la señorita autenticidad le borda a Bela una sonrisa. Después de unas jugosas estiradas, Bela se mete a la regadera plateada mientras entona la melodía del momento, tallándose con el jabón de vainilla que tanto le gusta. Seca su cabello largo y negro como un eclipse, y se sirve un plato de cereal con leche, de ese que según te adelgaza en dos semanas (porque tiene complejo de “llenita”).
En seguida lava sus dientes y coloca de nuevo el florero de margaritas en la mesa. Escupe, enjuaga. Lleva quince minutos de atraso y aún no ha ido a comprar su boleto de tren, mete las llaves a la bolsa, y sale. El sol la recibe enojado porque ella cierra sus ojos ante él y le prohíbe ver su mirada de marea, la que marea.
Llega a la estación, “un billete redondo por favor”. Corre al andén nueve y sube al tren. Se sienta y saca su novela. El joven frente a ella la ignora hasta que Bela decide mirarlo, entonces, los ojos contrarios se quedan helados como un lago en invierno que después de unos instantes se derrite por la misma razón que se congeló.
Con las manos empapadas de sal líquida, el muchacho decide:

─ ¿Estás de visita?
Bela despierta de su lectura y lo mira, le sonríe:
─ No, vivo en Mientou pero trabajo en la ciudad.
─ Me llamo Louis.
─ Yo soy Bela.
Antes de que Louis conteste, el tren se detiene, un hombre robusto y uniformado sale y ayuda a una anciana con su equipaje.
─ Aquí me bajo, nos vemos Louis, mucho gusto.


Bela guarda el libro en su bolso de terciopelo naranja y sale del vagón. Louis, molesto consigo mismo, se despide con una mueca de enojo disfrazada de sonrisa. Desconcertado, sigue a Bela con las pupilas a través del ventanal. Sin darse cuenta se levanta y baja del transporte. Sin darse cuenta una vez más, empieza a seguirla con pasos acelerados por la gasolina roja que bombea su corazón.
Bela camina las mismas cuadras acostumbradas al sonido de sus zapatos; los edificios, vestidos de espejos, la observan emocionados porque el reflejo de ella es un regalo cada mañana. Después de comprar el periódico, se detiene en la esquina para esperar el siguiente bus.
Louis para unos metros antes que ella, cansado por la persecución toma un poco de aire sin perder de vista a su presa. Pero en tan sólo unos segundos Louis se encuentra empapado debido al coche que pasó por encima de un charco, sobreviviente de la lluvia del día anterior. Se sacude como tapete con polvo y grita al conductor unas cuantas palabras de agradecimiento por haberlo mojado. Minutos después cae en la cuenta de que Bela ya no se encuentra en la esquina siguiente, voltea a todos lados: norte, sur, este, oeste, arriba, abajo, derecha, izquierda. Nada. Ni un rastro de los ojos de mar.
Pasan horas, Louis sigue esperando sentado en la esquina que vio partir a la mirada de la mujer que conoció. Cae la noche, y ni una pista de Bela, cuando Louis está a punto de rendirse, un bus se detiene enfrente. Bela baja y comienza a caminar rumbo a la estación del tren.
Emocionado, Louis decide seguirla mientras piensa: “tienes que hablarle, invítala a cenar, a comer, a vivir contigo”. Pero cuando comienza a acercarse nota que ella llora, se suena y seca sus lágrimas con un clínex. Triste, se aleja.
La intriga lo consume, la angustia también. Pero no junta el valor para acercarse a ella mientras derrama agua. Y es así como unos días, todas las noches, Louis espera a que Bela baje del autobús sin lágrimas y con una sonrisa como la de la mañana en que la conoció. La cabeza de Louis se revuelve con tantas suposiciones, qué provoca el llanto de Bela: “se murió un pariente y todavía no lo supera”, “es casada y su marido la golpea”, “es amante de un hombre que la abandonó por otra”, en fin; su cerebro se convierte en una telenovela con programación las veinticuatro horas del día.
Después de un tiempo, Louis ya no puede más con la situación. Desesperado por aquellos ojos, decide tomar un tren a Mientou y buscar una respuesta vestida de cita.
Al llegar a su destino toma una guía de turistas (bastante escasa) y empieza a caminar por el pequeño poblado.
Recorre calles angostas y verdes. Algunas personas lo observan con extrañeza “creo que no están acostumbrados a las visitas”. Se detiene en un pintoresco puesto de revistas y compra un refresco sabor esperanza. El viejo del puesto le sonríe y pregunta:

─ ¿Es usted nuevo?
─ No, la verdad estoy buscando a una chica que conocí hace unas semanas. Tal vez me pueda ayudar, se llama Bela.
─ ¡Bela!, claro que sí ella vive a tres calles de aquí, su casa es la número quince. Pero hoy seguramente la encontrará cerca del lago. Todos los lunes va a almorzar allí. El lago está al final del camino.
─ Muchas gracias señor.
─ No hay de qué, aquí está su cambio.
─ Quédeselo.

Dicen que hay un Dios que todo lo ve, los deseos de Louis son concedidos; porque al llegar al lago Bela se encuentra sentada en un mantel frente al agua.
Sin pensarlo, corre hasta topar con ella.
─ Perdón, ¿te acuerdas de mí?
Bela, un poco sorprendida, contesta después de unos minutos:
─ Claro, eres Louis, el del tren ¿no?
Louis no da crédito a su emoción, ella lo recuerda, es increíble:
─ Así es, esto te parecerá un poco extraño, pero quería verte de nuevo.
Bela sonríe (la verdad es que ella también había estado esperando encontrar a Louis en el tren):
─ Nada extraño, si quieres puedes acompañarme; aunque no tengo tanto queso para compartir.
─ No hay problema, los lácteos me caen pesado.
Pasan unas horas, hablan de todo y nada a la vez. Louis no da crédito a la belleza de Bela bajo el sol de las cuatro. Bela se encuentra feliz también, la inteligencia de Louis la cautiva del mismo modo que la forma en que los cabellos castaños caen sobre su frente. El silencio compartido. De repente, Louis nota que Bela se cubre la cara con la mano.
─ ¿Te molesta el sol?
─ Un poco.
─ Creo que traigo unos lentes en mi mochila. Toma te los regalo.
─ Gracias, están perfectos.
Cae la oscuridad del cielo, Louis tiene que volver a casa y se despide de Bela con la promesa de verla al día siguiente. Bela lo acompaña a la estación; se dicen adiós cazando estrellas.
La noche siguiente Bela y Louis se toman un café y continúan con sus pláticas de primavera. Se despiden de nuevo con la promesa de encontrarse al otro día. Bela sube al tren con la sonrisa que le provoco Louis desde el día en que lo conoció. Llega a Mientou y camina a casa.
Don Pascual y su compadre Merlot se levantan de la silla impactados. Se pegan a la ventana como ardillas a la nuez y lo confirman: Bela no llora, no trae el paquete de clínex acostumbrado.
A un tren de distancia Louis navega en el mar de asfalto camino a casa. No puede dejar de pensar en las últimas palabras de Bela “gracias a ti he dejado de llorar”. Aún no sabe la razón del llanto, pero confía en conocerla pronto; no reacciona ante su buena suerte, ante el hermoso destino, ante la idea de que él ha curado el corazón de un hada. De repente Louis se detiene en seco frente a un anuncio en la vitrina de una tienda de antigüedades. Lee más de una vez el anuncio y, sin darse cuenta, comienza a reírse como un niño con cosquillas en los zapatos.
Da la vuelta a la llave y entra a su piso. Deja el saco sobre el sillón grisáceo y se sienta. Sigue sin poder contener la risa.
La risa de Louis se debe a que por fin descifró la causa de las lágrimas, en el anuncio de la calle:
“Nuevo restaurante italiano es un gran éxito. Deliciosa comida preparada por un chef que usa lentes oscuros para cortar miles de cebollas”.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

"Sopa de Flores"

Tú haces el silencio de las lilas que aletean
en mi tragedia del viento en el corazón.
Tú hiciste de mi vida un cuento para niños
en donde naufragios y muertes
son pretextos de ceremonias adorables.

Alejandra Pizarnik “Reconocimiento”
De: Los trabajos y las noches


Hay olores y texturas que se quedan en tu mente, que evocan mapas de presencias y sensaciones de lo que ha sido o puede ser la vida. Eso me sucede con un color, con un tipo de flor que contiene ese color que me transporta, que me construye una máquina de tiempo.
Son las nueve de la mañana en la época postmoderna, tecnológica. Me encuentro trabajando en la enorme ciudad cosmoplitan (ponle el nombre que quieras, son muy parecidas todas). Salgo a la terraza del edificio, frente a mí encuentro arbustos verdes en jardineras, los reconozco en seguida.
Miro esa flor, me quedo helada ante su color. Fiusha intenso, escucho el aire, huelo la inmensidad. Respiro de ella un sin fin de remembranzas que nadan en el viento contaminado de la ciudad, la flor me aleja del humo. Me quedo helada ante su color, navego por ríos rosas y oleados; con corrientes que me invitan a subirme a la canoa del pasado y reír.
El viaje se interrumpe un poco, sé que alguien me habla en el fondo, un fondo disperso, perdido por la niebla que causa el color de esa flor; por el sentimiento que me regala. Sentimiento lila, púrpura. Regreso a la canoa. Me doy cuenta que es la misma flor de mi infancia, una de tantas, con las que adornábamos nuestras cabezas y soñábamos jugando: princesas y cascadas con dragones carmín. La infancia, una flor perdida en el tiempo, olvidada por el mundo profesional. Aparece también Aranza en el jardín de la memoria, haciendo una sopa de flores fiusha con tierra y pasto seco, la recuerdo dándome una para alimentar a mi mascota alada.
De repente, como un relámpago del amanecer nubloso, reconozco la voz del fondo: es el jefe que me dice que la conferencia va a continuar. Reacciono y entiendo que sigo en el edificio de la gran empresa, que tengo que dejar la terraza y mi mirada de jardines para regresar al evento del siglo. Me dan ganas de llorar: Almendrita en medio de los gigantes.
La conferencia: marea humana cargada de teoría, de problemas antiguos; quiero llorar.
Justo antes de que me levante de la mesa “correctamente” ordenada con sus manteles para el gran evento, una niña entra descalza y comienza a bailar alrededor del lugar. Sus pies descalzos flotan sobre la alfombra como un globo que nada en el mar.
Atónitos, los importantes ponentes miran a su equipo técnico (como mudos), para decirles, que retiren a esa niña que está interrumpiendo, arruinando la conferencia.
La niña se acerca a mi: “me llamo Ana ¿y tú?” Con una sonrisa le contesto.
Una carcajada sale de su boca y se desplaza por los micrófonos de la sala, “¡qué escándalo!” comenta mi vecina de asiento “¡que alguien arregle esto de inmediato, no es posible, está la vicepresidenta del país!”.
Ana continúa su trayecto alrededor del lugar, vueltas de ballet inventado, su cabello gira al compás de su risa mientras que cierra sus ojos para ver.
Una oleada de guaruras entra y corre hacia la niña, ella suelta un grito de sorpresa y después continúa con su risa. El cuerpo de seguridad se lleva a Ana fuera de la sala. El ponente invitado, el presidente, fundador y creador de la empresa millonaria, pide una enorme disculpa por aquel disturbio. La conferencia continua.
Pasan horas de discursos con palabras que responden sólo a una pregunta: ¿Qué?
Intento ser madura y concentrarme, mi trabajo es aprovechar lo mejor posible la conferencia para poder aplicar lo aprendido, sólo unos minutos, escucho las frases de siempre y, una vez más, me dan ganas de llorar. Ahora me concentro en sostener ese llanto, esa marea de agua producida en la cafetería de los sentimientos. No puedo más, le digo a mi jefe que voy al sanitario. Salgo y me dirijo hacia la terraza, a los jardines, a la flor. El color me da calma. Los recuerdos vienen a mí como la imaginación a la edad, y sonrío.
De repente, escucho aquella carcajada en el fondo, Ana está sentada detrás de mí y me llama para que juguemos. Me siento junto a ella, la observo:

- ¿Qué haces aquí?
- Mi mamá me dejó afuera porque no puedo entrar
- ¿Dónde está tu mamá ahora?
- No sé, pero alguien ya viene por mí, eso me dijeron
- Me parece bien, ¿a qué quieres jugar?
- Estoy haciendo una sopa de flores ¿quieres?

La metamorfosis que nace en mi cara es difícil de describir, le pido que me de dos sopas para llevar, pensando en mi mascota alada. Pruebo la infusión de flores, después un hombre uniformado llega por Ana: “tengo que llevármela a la delegación”. Ana se despide y acompaña al policía dando saltos.
Otra vez el color fiusha, me acerco, me congelo y allí me quedo. No sé cuanto tiempo después escucho millares de pasos y voces, sonidos de tazas y cafeteras; y ese recuerdo de mis sentimientos, la cafetería.
Me despierto, volteo y veo al jefe que a lo lejos me habla con señas. Me dirijo a él con una falsa risa:

- ¿Ya terminó?
- No, es un descanso de diez minutos
- Ok, voy por un café
- ¿Estás bien?
- Si, sólo me duele un poco la cabeza, no te preocupes

Me pierdo en la masa humana que se forma para su dosis de cafeína, siento la mirada de mi jefe pero no volteo. Me sirvo una taza y me siento en una banca; afuera del gran salón. Ahora sí es verdad que tengo que ir al baño, la bebida de grano hace rápido su efecto en mi cuerpo.
Me formo ahora en la fila de las damas, la mujer de atrás platica con su amiga:

- ¿Oíste de la chica nueva que contrataron?
- Si, se llama Ana
- Pero ¿sabes de donde viene?
- No, sólo sé que de fuera de la ciudad.
- Si, viene de un extraño lugar, una ciudad que según es famosa por sus flores.
- Pues no tengo idea del lugar que me hablas
- Aunque claro, dada su situación seguro no es muy cuerda, nadie ha escuchado hablar de esa ciudad típica por sus flores.
- Pero ¿a qué viene todo esto? Porque tanta intriga ¿tiene algún problema esta chica?
- Vaya que sí, estuvo en la cárcel porque de niña cometió un grave delito.
- ¿De verdad? ¡No me digas! ¿Qué hizo?
- No sé muy bien, creo que un acto delincuente durante un informe de gobierno.
- No tenía idea, espero que no nos cause problemas.

Sonrío y volteo hacia atrás: “no se preocupen, Anita se quedó encerrada bailando, sobre un piso de flores”.

"Siembravientos"

Me despierto. Prendo el fósforo y enciendo esa máquina oxidada para calentarme. Me acomodo el gorro cenizo. Es hora de empezar el día, me siento en la silla de alma emplumada y acerco el vidrio largo. Tengo que observar, saco el lápiz y anoto la fecha. Día x, mes x, año x. Comienzo a escribir:
El único globo que flota sin helio, creado en la fábrica de mi patrona, está habitado por millones de sujetos, denominados personas, que día a día se visten del verbo hacer.
¿Cuántas se levantan? Una, dos, tres…, ciento cuatro mil. Apagan el despertador con un bostezo. Alba desayuna aurora. Adriancito, ese tan consentido, mastica su cereal de dibujos animados. Dago grita bajo la lluvia sintética. Azucena camina rumbo al trabajo que usa de disfraz para evitar las relaciones eternas. Las máquinas se empiezan a calentar, a inyectar de sangre negra para recorrer las miles de venas y arterias de asfalto.
¿Cuántas duermen? Anoto la cifra. Sueñan con mantos estrellados y campanas, con el monstruo del closet o la hermana muda. ¿Cuántas sueñan con el mar y el barco inglés volador? Pocas. Denis con el viento (con ser aire que flota por la tierra y roza las caras de esperanza cada madrugada), Valente con el vacío (ese hoyo negro que los traga y los desaparece). Carlos sueña con su amante la señora Guitarra, mientras que Feliciano descansa en su almohada de partituras.
Hans mira las montañas y los pastizales llenos de nubes andantes. Inka bebe el aire fresco de la mañana. Leah invita a sus piernas a circular en el azul después de haber estado atrapada en un coma. En el campo, al este, Margarita recolecta la cosecha. Siembra semillas. De girasol. De amapolas. De deseos.
En otro destino. Gretta derrama cristales porque la persona amada zarpó en un bote ajeno. María ama. Luisa entrega su cuerpo. Otras, en cambio, regalan el alma verdosa en lugar de su vientre experto.
¿Viejitos en los parques? cientos. Sentados en las bancas consejeras, con alpiste en lugar de monedas en sus bolsillos. Miguel recuerda el día de su primer hilo plateado. Frank el día en que estrenó su pañuelo blanco.
Muchos bailan. Anoto sus nombres: Ewan, Judith, Gracia, Felicity, Jack, Gisela, Edward, y miles más. Termino. Muchos bailan. En el teatro tercermundista. En Brodway al lado de los felinos ingleses. En la fiesta del tío Luis que se casó demasiado viejo y con la ex mujer de su hijo. En los quince años de la cubanita que, según reglas sociales, se convirtió en mujercita. En algún lugar escondido de la selva, en donde Makiri celebra con su tribu un ritual de nacimiento: muerte y vida.
En los países que son perfectas maquetas, todos caminan. Unos entre la multitud multicultural. Otros debajo de la tierra, subidos en la oruga metálica. Oliver contesta llamadas en su oficina aérea. ¡Cielos! necesito mi calculadora, sumo, registro, continúo. Gente y más gente. En sus casas. Pisos. Departamentos. La familia Withman ve la televisión, programas cargados de estereotipos tejidos de dinero. Doña Mercedes ve la telenovela número treinta, en dónde la joven pobre y humilde enamora a su príncipe azul (que no es ni feo ni fuerte ni formal). Más ven películas. Armando ve Casablanca. Linda canta con su hija Dorothy mientras observan al gran Oz.
En menor cantidad, unos cuantos leen. Revistas de distracción ciudadana disfrazadas de entretenimiento. Literatura clásica. Raymundo ríe con Sancho Panza. David se enamora de Jane Austen. Marian sufre por la querida Stella de Dickens.
¿Cuántos ríen? Diez. Kirsten contagia su risa. Enrico la usa para curar a sus pacientes, mientras que Marcela enseña a sus alumnos a soltar la primera.
¡Que pesado! Apenas es cuarto de luna y ya estoy cansado, agobiado. Tomaré un pequeño descanso, no puedo creer que falten aún tres semanas para entregar mi novela. Es horrible no entender para que vive uno, ¿saben? no tengo idea de por qué mi patrona necesita estos registros diarios, siempre lo mismo. Guerras o fiestas. Vida o muerte. Risa o llanto. ¡Ya basta!
Me da un ataque. De nervios. De risa. De lágrimas. Y entonces empiezo a llorar como un desesperado dentro de una alcantarilla.
Kotty cierra los ojos y pide a Buda salir de esta. Antontieta, con terremoto en las manos, saca las perlas doradas de la iglesia. Doña Chole utiliza sus hierbas y prende el incienso, ¡Virgen del Cobre! La familia bostoniana, no recuerdo su nombre, corre a la sinagoga de la esquina. Roi baja del transporte y utiliza sus piernas de ciclista. La tía abuela de Lucy se encierra en su capilla y se hinca ante Lupita. Vander toma el inalámbrico y llama a emergencias, “su llamada está siendo atendida, un momento por favor”, y cuelga; corre a su cuarto y saca su ropa, después sube al auto y huye contra corriente.
Desesperación, gritos, histeria. Suplica. Siempre lo mismo. Millones de años y no comprenden. La mayoría reza y pide. Otros corren como hormigas en un lavabo.
¿Catástrofe natural? Yo sólo lloro de aburrimiento.