“Esa mujer esconde algo”, afirma el vecino Don Pascual, “seis días a la semana, a las diez de la noche, regresa a casa llena de lágrimas. Lo sé porque la veo, porque la ha visto desde hace una semana que se mudó, y regresa con el clínex mojado”
En un pequeño poblado, al norte del norte, llamado Mientou vive Bela con otros doscientos treinta habitantes. Desde su llegada, los tacones andantes de Bela sobre el empedrado de hierba son vigilados seis noches a la semana.
Ojos grandes, gigantes, nunca han visto unos así: color azabache con un toque de musgo. Reflejo de la enormidad del mar, del lugar más profundo. Con una mirada cualquiera se ahoga en sus aguas, el barco se pierde en una inmensidad de olas hechas de los sentimientos más extraños. Esta es la descripción oficial de todos los que conocen la mirada de Bela.
Se preguntarán qué es lo que Bela hace para que todos la tengan en la mira, además de ser nueva en el pueblo, existe una cierta felicidad que contagia a los demás, un aroma a juventud con gajos de niñez, una vida floreada con recuerdos boleados y brillantes que se asoma en los ojos. Pero, debido a cierta morbosidad del ser humano, lo que más atrae de Bela a los habitantes es lo curioso, lo extraordinario, lo que causa chismes y pláticas nocturnas en los balcones: las lágrimas a la misma hora, de martes a domingo. Nadie tiene la suficiente confianza aún para acercarse a ella y preguntarle por qué llora, las hipótesis del pueblo son como los hilos para una costurera.
Cada mañana la señorita autenticidad le borda a Bela una sonrisa. Después de unas jugosas estiradas, Bela se mete a la regadera plateada mientras entona la melodía del momento, tallándose con el jabón de vainilla que tanto le gusta. Seca su cabello largo y negro como un eclipse, y se sirve un plato de cereal con leche, de ese que según te adelgaza en dos semanas (porque tiene complejo de “llenita”).
En seguida lava sus dientes y coloca de nuevo el florero de margaritas en la mesa. Escupe, enjuaga. Lleva quince minutos de atraso y aún no ha ido a comprar su boleto de tren, mete las llaves a la bolsa, y sale. El sol la recibe enojado porque ella cierra sus ojos ante él y le prohíbe ver su mirada de marea, la que marea.
Llega a la estación, “un billete redondo por favor”. Corre al andén nueve y sube al tren. Se sienta y saca su novela. El joven frente a ella la ignora hasta que Bela decide mirarlo, entonces, los ojos contrarios se quedan helados como un lago en invierno que después de unos instantes se derrite por la misma razón que se congeló.
Con las manos empapadas de sal líquida, el muchacho decide:
─ ¿Estás de visita?
Bela despierta de su lectura y lo mira, le sonríe:
─ No, vivo en Mientou pero trabajo en la ciudad.
─ Me llamo Louis.
─ Yo soy Bela.
Antes de que Louis conteste, el tren se detiene, un hombre robusto y uniformado sale y ayuda a una anciana con su equipaje.
─ Aquí me bajo, nos vemos Louis, mucho gusto.
Bela guarda el libro en su bolso de terciopelo naranja y sale del vagón. Louis, molesto consigo mismo, se despide con una mueca de enojo disfrazada de sonrisa. Desconcertado, sigue a Bela con las pupilas a través del ventanal. Sin darse cuenta se levanta y baja del transporte. Sin darse cuenta una vez más, empieza a seguirla con pasos acelerados por la gasolina roja que bombea su corazón.
Bela camina las mismas cuadras acostumbradas al sonido de sus zapatos; los edificios, vestidos de espejos, la observan emocionados porque el reflejo de ella es un regalo cada mañana. Después de comprar el periódico, se detiene en la esquina para esperar el siguiente bus.
Louis para unos metros antes que ella, cansado por la persecución toma un poco de aire sin perder de vista a su presa. Pero en tan sólo unos segundos Louis se encuentra empapado debido al coche que pasó por encima de un charco, sobreviviente de la lluvia del día anterior. Se sacude como tapete con polvo y grita al conductor unas cuantas palabras de agradecimiento por haberlo mojado. Minutos después cae en la cuenta de que Bela ya no se encuentra en la esquina siguiente, voltea a todos lados: norte, sur, este, oeste, arriba, abajo, derecha, izquierda. Nada. Ni un rastro de los ojos de mar.
Pasan horas, Louis sigue esperando sentado en la esquina que vio partir a la mirada de la mujer que conoció. Cae la noche, y ni una pista de Bela, cuando Louis está a punto de rendirse, un bus se detiene enfrente. Bela baja y comienza a caminar rumbo a la estación del tren.
Emocionado, Louis decide seguirla mientras piensa: “tienes que hablarle, invítala a cenar, a comer, a vivir contigo”. Pero cuando comienza a acercarse nota que ella llora, se suena y seca sus lágrimas con un clínex. Triste, se aleja.
La intriga lo consume, la angustia también. Pero no junta el valor para acercarse a ella mientras derrama agua. Y es así como unos días, todas las noches, Louis espera a que Bela baje del autobús sin lágrimas y con una sonrisa como la de la mañana en que la conoció. La cabeza de Louis se revuelve con tantas suposiciones, qué provoca el llanto de Bela: “se murió un pariente y todavía no lo supera”, “es casada y su marido la golpea”, “es amante de un hombre que la abandonó por otra”, en fin; su cerebro se convierte en una telenovela con programación las veinticuatro horas del día.
Después de un tiempo, Louis ya no puede más con la situación. Desesperado por aquellos ojos, decide tomar un tren a Mientou y buscar una respuesta vestida de cita.
Al llegar a su destino toma una guía de turistas (bastante escasa) y empieza a caminar por el pequeño poblado.
Recorre calles angostas y verdes. Algunas personas lo observan con extrañeza “creo que no están acostumbrados a las visitas”. Se detiene en un pintoresco puesto de revistas y compra un refresco sabor esperanza. El viejo del puesto le sonríe y pregunta:
─ ¿Es usted nuevo?
─ No, la verdad estoy buscando a una chica que conocí hace unas semanas. Tal vez me pueda ayudar, se llama Bela.
─ ¡Bela!, claro que sí ella vive a tres calles de aquí, su casa es la número quince. Pero hoy seguramente la encontrará cerca del lago. Todos los lunes va a almorzar allí. El lago está al final del camino.
─ Muchas gracias señor.
─ No hay de qué, aquí está su cambio.
─ Quédeselo.
Dicen que hay un Dios que todo lo ve, los deseos de Louis son concedidos; porque al llegar al lago Bela se encuentra sentada en un mantel frente al agua.
Sin pensarlo, corre hasta topar con ella.
─ Perdón, ¿te acuerdas de mí?
Bela, un poco sorprendida, contesta después de unos minutos:
─ Claro, eres Louis, el del tren ¿no?
Louis no da crédito a su emoción, ella lo recuerda, es increíble:
─ Así es, esto te parecerá un poco extraño, pero quería verte de nuevo.
Bela sonríe (la verdad es que ella también había estado esperando encontrar a Louis en el tren):
─ Nada extraño, si quieres puedes acompañarme; aunque no tengo tanto queso para compartir.
─ No hay problema, los lácteos me caen pesado.
Pasan unas horas, hablan de todo y nada a la vez. Louis no da crédito a la belleza de Bela bajo el sol de las cuatro. Bela se encuentra feliz también, la inteligencia de Louis la cautiva del mismo modo que la forma en que los cabellos castaños caen sobre su frente. El silencio compartido. De repente, Louis nota que Bela se cubre la cara con la mano.
─ ¿Te molesta el sol?
─ Un poco.
─ Creo que traigo unos lentes en mi mochila. Toma te los regalo.
─ Gracias, están perfectos.
Cae la oscuridad del cielo, Louis tiene que volver a casa y se despide de Bela con la promesa de verla al día siguiente. Bela lo acompaña a la estación; se dicen adiós cazando estrellas.
La noche siguiente Bela y Louis se toman un café y continúan con sus pláticas de primavera. Se despiden de nuevo con la promesa de encontrarse al otro día. Bela sube al tren con la sonrisa que le provoco Louis desde el día en que lo conoció. Llega a Mientou y camina a casa.
Don Pascual y su compadre Merlot se levantan de la silla impactados. Se pegan a la ventana como ardillas a la nuez y lo confirman: Bela no llora, no trae el paquete de clínex acostumbrado.
A un tren de distancia Louis navega en el mar de asfalto camino a casa. No puede dejar de pensar en las últimas palabras de Bela “gracias a ti he dejado de llorar”. Aún no sabe la razón del llanto, pero confía en conocerla pronto; no reacciona ante su buena suerte, ante el hermoso destino, ante la idea de que él ha curado el corazón de un hada. De repente Louis se detiene en seco frente a un anuncio en la vitrina de una tienda de antigüedades. Lee más de una vez el anuncio y, sin darse cuenta, comienza a reírse como un niño con cosquillas en los zapatos.
Da la vuelta a la llave y entra a su piso. Deja el saco sobre el sillón grisáceo y se sienta. Sigue sin poder contener la risa.
La risa de Louis se debe a que por fin descifró la causa de las lágrimas, en el anuncio de la calle:
“Nuevo restaurante italiano es un gran éxito. Deliciosa comida preparada por un chef que usa lentes oscuros para cortar miles de cebollas”.